3.3.14

Son los lugares los que promueven la diferencia en el gesto.


Cansado en la vereda que todavía se rodea de adoquines pasó la tarde practicando un poco su acción callejera de los lunes, aunque ese lunes era feriado y nadie lo vio. Se sacaba los zapatos lo más lentamente posible y posaba con la convicción de que era un tipo arreglado de otra época, con una camisa amarilla manchada de un sudor grasiento que solo proviene de las cocinas industriales, y un saco increíblemente grande de una de esas telas finas que antes eran finas y hoy son características de la ropa de segunda mano. Tenía siempre un pantalón algo corto al que le había dejado caer la botamanga sin lograr que le quedara bien, y tiradores de cuero rojo que amoldaban la gran camisa a su cuerpo escuálido de vagabundo. A veces se sentaba entre las escaleras de un edificio tediosamente importante y desde ahí ofrecía pólizas de seguro a quienes de casualidad se paraban a hablar con él, generalmente turistas, confundidos ante su presencia con la de un arbolito, un relojero o un vendedor de paraguas. Bastante seguido lo sacaban después de unas horas, los primeros días, hasta que los porteros y los guardias perdían por cansancio de conocerlo, por lo general dejando que continuara en su delirio tan inofensivo, y se reían. Jamás vendió nada; ni relojes, ni pólizas falsas.

Hoy era un día especial, porque era feriado.

En su pregón inicial, descalzo como estudiante de filosofía y letras, cantó dos carnavalitos que se sabía de memoria. Jamás supo tocar un instrumento, pero entre otros borrachos más afortunados había sabido cantar con la corriente en lo que solía ser una peña de poca monta. Algunas de esas lo habían encontrado afinado, y bastante inspirado para la rima. Rimaba el señor con las gigantas del barrio, que aclimatadas durante años al vendedor de pólizas falso solían elegir entre una mirada sobria, un cachetazo y a veces un lanzamiento de moneda en nombre de la caridad, que con el suficiente esfuerzo iba a dar derecho al ojo del trajeado. Por eso los feriados son días especiales; las gigantas del barrio de Anselmo no salen al mercado a hacer las compras, y los borrachos de sus amigos todo el día están durmiendo. No hay visitas que inspiren, pero tampoco que censuren, su ligero suicidio pan de cada día, sus reservas de humor atónito, sus ideas rancias que curan todavía. No pasan distraídos  que lo empujen como si fuera un mendigo, no pasan policías ni siquiera. El tipo está tranquilo ofreciéndole su canto a las paredes que lo escuchan como siempre, como desde hace años, ganándose las denuncias por ruidos molestos que traerán oficiales de pueblo que lo saquen a pasear hasta que se le pase el pedo. Su acción callejera es un éxito, y aun así no convence a los museos ni a las universidades, y aun así no establece un problema nuevo sino una humedecida cotidianeidad delirante y absoluta. 

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Escríbeme un correo y podemos hablar un poco más al respecto.
      Me encantaría saber más sobre ese consejo.

      Gracias!

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