Cansado en la vereda que todavía se rodea de
adoquines pasó la tarde practicando un poco su acción callejera de los lunes,
aunque ese lunes era feriado y nadie lo vio. Se sacaba los zapatos lo más
lentamente posible y posaba con la convicción de que era un tipo arreglado de
otra época, con una camisa amarilla manchada de un sudor grasiento que solo
proviene de las cocinas industriales, y un saco increíblemente grande de una de
esas telas finas que antes eran finas y hoy son características de la ropa de
segunda mano. Tenía siempre un pantalón algo corto al que le había dejado caer
la botamanga sin lograr que le quedara bien, y tiradores de cuero rojo que
amoldaban la gran camisa a su cuerpo escuálido de vagabundo. A veces se sentaba
entre las escaleras de un edificio tediosamente importante y desde ahí ofrecía
pólizas de seguro a quienes de casualidad se paraban a hablar con él,
generalmente turistas, confundidos ante su presencia con la de un arbolito, un
relojero o un vendedor de paraguas. Bastante seguido lo sacaban después de unas
horas, los primeros días, hasta que los porteros y los guardias perdían por
cansancio de conocerlo, por lo general dejando que continuara en su delirio tan
inofensivo, y se reían. Jamás vendió nada; ni relojes, ni pólizas falsas.
Hoy era un día especial, porque era feriado.
En su pregón inicial, descalzo como estudiante
de filosofía y letras, cantó dos carnavalitos que se sabía de memoria. Jamás
supo tocar un instrumento, pero entre otros borrachos más afortunados había
sabido cantar con la corriente en lo que solía ser una peña de poca monta.
Algunas de esas lo habían encontrado afinado, y bastante inspirado para la
rima. Rimaba el señor con las gigantas del barrio, que aclimatadas durante años
al vendedor de pólizas falso solían elegir entre una mirada sobria, un
cachetazo y a veces un lanzamiento de moneda en nombre de la caridad, que con
el suficiente esfuerzo iba a dar derecho al ojo del trajeado. Por eso los
feriados son días especiales; las gigantas del barrio de Anselmo no salen al
mercado a hacer las compras, y los borrachos de sus amigos todo el día están
durmiendo. No hay visitas que inspiren, pero tampoco que censuren, su ligero
suicidio pan de cada día, sus reservas de humor atónito, sus ideas rancias que
curan todavía. No pasan distraídos que
lo empujen como si fuera un mendigo, no pasan policías ni siquiera. El tipo
está tranquilo ofreciéndole su canto a las paredes que lo escuchan como siempre,
como desde hace años, ganándose las denuncias por ruidos molestos que traerán
oficiales de pueblo que lo saquen a pasear hasta que se le pase el pedo. Su
acción callejera es un éxito, y aun así no convence a los museos ni a las
universidades, y aun así no establece un problema nuevo sino una humedecida
cotidianeidad delirante y absoluta.
Buena. Aunque falta pulirla.
ResponderEliminarEscríbeme un correo y podemos hablar un poco más al respecto.
EliminarMe encantaría saber más sobre ese consejo.
Gracias!