Es que la gente se acostumbra (y yo con la gente soy un
colectivo atrasado) a pensar para siempre. Es que la gente se acostumbró a
beber. Y yo con la gente.
Vivo el mundo de Anselmo el tuerto que vaga.
Y camino, si cierro los pasos, sobre el adoquinado que
llueve a veinte horas en avión (allá, lejos).
Me río.
Viajo en un auto con chofer a quien sabe cuántas lumbalgias
por espera.
Y ahí voy, flotando.
Flotando en un auto negro que se desliza por las autopistas.
La luz de mi cuarto no cubre ese paisaje.
Mi gato confabula.
La luz en mi cuarto ni siquiera hace silencio.
Ya es un cuarto muy viciado.
Mi cuarto también está cansado de mí. Quiere que me vaya.
Que me deje estar sobre él por última vez estos días y después
por fin me largue.
Puedo tomar esa decisión también. Hacer de cuenta que es
otra época, sentarme a escribir y leer, y no hacer nada más.
Quizá debería cancelar el servicio de internet cuanto antes.
Quizá me hacía bien, no?
Es que tengo muchas cosas que hacer y pospongo mi existencia
en la virtualidad.
La del futuro.
La del alcohol.
La de la red que provee paisajes esquemáticos.
Pero en todo caso siempre, aunque se opongan las estaciones,
los horarios, las esquinas llenas de polvo. Aunque se estacionen en mi suelo
gérmenes angostos y groseras paredes se achiquen de apoco empujándome. Aunque
todo el sol se duerma la tarde y me haga pensar que es de noche, aunque el
reloj se derrita en las manos de plástico, aunque con todas estas florecidas
idioteces me salgan aún más excusas.
Aunque el agua se acabe.
Mi gato confabula.
Tengo la impresión de que va a salirse por la ventana,
volando, y que a su vuelta traerá una cerveza en su hocico.
Pero se hace el desentendido.
Cree que no lo observo cuando desarma con sus patas de acero
los olvidos que pueblan mi cómoda de madera. Robada e improvisada.
Creo penas.
Y vasos insípidos.
Adriana, Adriana, Adriana.
Vuela en mi cabeza tu estupidez.
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